¿DEBEN SER LAS ACCIONES DE LA EMPRESA MARAVILLOSA PARA LA CUAL TRABAJO MI PRINCIPAL INVERSIÓN?
¿DEBEN SER LAS ACCIONES DE LA EMPRESA MARAVILLOSA PARA LA CUAL TRABAJO MI PRINCIPAL INVERSIÓN?
Continuando con las preguntas incómodas, una de las marcas distintivas de Quiet Investment, invitamos hoy al lector/inversor a realizar una reflexión acerca de la conveniencia o no de ser accionista de la empresa para la cual trabaja. Este asunto resulta todavía más relevante en el caso de que la compañía empleadora tenga cierto glamour y la aureola de ser “una gran empresa”, “una buena empresa”, “una empresa excelente”, “una empresa con gran potencial y grandes expectativas de crecimiento futuro” o, si se prefiere, “un empresón.” A su vez, este interrogante resulta incómodo para muchos inversores que, efectivamente, tienen la fortuna de trabajar para una compañía así calificada y que puedan pecar de lo que podríamos denominar cierto enamoramiento respecto a su empleador y, por consiguiente, sus acciones.
Evidentemente, el principio de diversificación choca con la pretensión de ser las acciones de “mi empresa” el núcleo principal de una cartera de inversión. En primer lugar, porque si alguien posee demasiadas acciones de una sola compañía y su cotización se derrumba el accionista-empleado corre el lógico riesgo de experimentar una gran pérdida al tiempo que, curiosamente, no sentirla con tanta fuerza a nivel psicológico como si de otras acciones de su cartera se tratase. Si es el amor lo que le une a su empleador/acción todo se reduce a un “el amor lo puede todo.” No obstante, de la misma manera por la cual no debemos enamorarnos de ninguna acción, un hombro muy frio donde llorar y buscar consuelo, tampoco deberíamos hacer lo mismo con las acciones de la empresa maravillosa donde trabajamos de manera tan entusiasta.
En segundo lugar, cuando el valor de las acciones de una empresa cae abruptamente puede significar muchas cosas. El mercado exagera, por ejemplo. Lo cual, per se, no debería ser un problema. El problema deviene si no se trata de exageración. Podría suceder que la empresa fantástica que nos emplea simplemente no lo es tanto y el precio descendente refleja, por tanto, que se avecinan problemas. Estos problemas podrían, en el peor de los casos, significar una reducción de plantilla que incluyera al propio accionista/empleado. En tal caso, la tragedia sería doble: se pierde el empleo y, de propina, el valor de las acciones reflejado en su cotización se desploma.
Se argumenta, además, que muchos empleados-accionistas experimentan una falsa sensación de seguridad respecto al porvenir de su empresa. En tal caso, la diversificación puede significar para este inversor-empleado una especie de “traición”, como apostar contra tu propio equipo. Si el empleado es un auténtico entusiasta de su trabajo y está muy satisfecho del mismo, no es descabellado pensar que, para él, diversificar en otras acciones, suene a “alta traición.” Aunque no lo sea.
En realidad, todo lo anterior nos conduce irremediablemente al punto esencial que todo inversor en acciones, de tipo fundamental, no debe olvidar jamás y que no es otro que evitar la creencia errónea de que es posible seleccionar acciones sin ningún tipo de trabajo previo, es decir, sin estudiar sus estados financieros y realizar una valoración razonable y conservadora de su negocio y perspectivas futuras. El accionista/empleado puede caer en la trampa de Peter Lynch, “compra lo que conoces.” Al fin y al cabo, si trabaja en la empresa ¿no puede afirmar que la conoce bien? ¿Quién mejor que él, que trabaja allí, para afirmar el tan peligroso “conozco muy bien la empresa”?
No obstante, es dudoso que el hecho de trabajar para una empresa, sobre todo si se trata de una gran entidad de tipo multinacional, conlleve necesariamente un mejor conocimiento de la misma como inversión. Se aduce que los empleados pueden ser víctimas de “la ilusión del conocimiento”, y no el verdadero conocimiento. Estaríamos hablando del sesgo según el cual familiarizarse más con una materia no reduce significativamente la tendencia que tenemos a exagerar lo mucho que realmente sabemos acerca de ese tema. Por eso el engañoso “invertir en lo que se conoce” puede ser extraordinariamente peligroso: cuanto más sabemos al principio, menos probabilidades existen de que examinemos detalladamente la acción en busca de sus puntos débiles. Esta perniciosa forma de manifestación del exceso de confianza se denomina técnicamente “predisposición hacia el origen”, o hábito de apegarse a lo que nos resulta familiar. Y la familiaridad genera complacencia. Eso se debe a que siempre que estamos demasiado cerca de una persona o de una cosa, damos por ciertas nuestras creencias, en lugar de cuestionarlas como hacemos cuando guardan relación con algo que nos resulta más distante. Cuanto más familiar resulta una acción, más probable es que acabe convirtiendo al inversor/empleado en un inversor perezoso que cree que no tiene que analizar las acciones.
Todo lo anterior no significa que un inversor no pueda adquirir acciones de la empresa que lo emplea. Ni siquiera que esa adquisición no deba ser el núcleo principal de su cartera. Lo que significa es que, de ser así, habrá de analizar la compañía de manera muy rigurosa, como si no trabajara en ella, para llegar al convencimiento de que su decisión es correcta. Tal como haría con otra acción en la cual decidiera concentrar la mayor parte de sus fondos y para cuya compañía no trabajara. De lo contrario corre grandes riesgos por mucho que él crea que no. Un empleado satisfecho y entusiasta es una bendición para cualquier empresa. Pero no implica que el empleado sea el propietario de la misma en el sentido de conocerla mejor que nadie. La “propiedad de la empresa” no sabe que él existe.
O bien, el empleado/inversor simplemente puede usar su trabajo para generar dinero e invertirlo en otra parte, dejando una pequeña cantidad para las acciones de su compañía empleadora de ensueño, sin ningún tipo de complejo ni el remordimiento de “jugar contra los míos.” De esta manera, los problemas (o la oportunidad de su vida) se esfumarán.
Quizá no se puede tener todo.
FUENTES: “El inversor inteligente”, Benjamin Graham, y “La cartera permanente”, Craig Rowland y J.M. Lawson.
@mellizonomics & @quietinvestment
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